Hildegarda de Bingen

   Hildegarda de Bingen, también conocida como la Sibila del Rin, nació en 1098, en la región del río Nahe, en el seno de una familia aristocrática. Fue una niña precoz de constitución débil y enfermiza, que no siendo considerada apta para el matrimonio fue recluida a los ocho años en un pequeño convento benedictino bajo la tutela de la abadesa, su tía Jutta. Esta se ocupó de su educación, que entonces se limitaba al estudio del latín, las Sagradas Escrituras, oraciones y música.

 

 No obstante, Hildegarda siempre se definió como una mujer sencilla y sin formación cuyas obras eran dictadas directamente por Dios. Nunca se sabrá si ella estaba convencida de estar inspirada por Dios o si ese fue el medio que ideó para dar credibilidad a su obra. Su producción intelectual comenzó a la muerte de Jutta, cuando con casi cuarenta años fue elegida abadesa del convento y poco después fundó uno nuevo cerca de la ciudad de Bingen. Según nos cuenta, en 1141 recibió una visión que le ordenaba escribir cuanto había visto y oído. Tras muchas dudas, castigadas con largos períodos de enfermedad, comenzó a escribir su obra más famosa Scivias, Conoce los caminos de Dios. Entre 1150 y 1160 trabajó en su enciclopedia de filosofía natural, Physica, tratado que contenía descripciones de plantas, animales y piedras y sus aplicaciones médicas que, entre otras universidades, fue usado como texto en la escuela de medicina de Montpellier hasta el siglo XVI. Su última obra importante es Causae et curae, donde relaciona su concepto místico del universo con las enfermedades específicas del cuerpo humano. Escribió además varios libros de visiones, tratados teológicos, biografías, himnos y poemas, un misterio teatral y la primera música sacra compuesta por una mujer, que a comienzos del siglo XXI puede oírse en la radio. Además fue una notable dibujante, que empleaba una simbología propia para definir el cosmos y la posición del hombre y de Dios en él, así como la suya propia. Sus dibujos resultan llamativos por su originalidad y su deslumbrante uso del color, sobre todo el rojo, para ella el símbolo de la vida. Mantuvo una abundante correspondencia en alemán y en latín con los más destacados personajes de la época, entre ellos varios papas, emperadores, reyes, príncipes y prelados, a los que no dudaba en amonestar severamente cuando consideraba que no se comportaban como Dios (ella) esperaba. Murió en 1179, a los 81 años.

©Adela Muñoz Páez, 2009